El 20 de septiembre de 1892 nació en el Municipio de Gualmatán Julio Cesar Banavides. en la vereda Cuatis, en el sitio denominado El Molino. Desde este pequeño terruño se relata el nacimiento de una libro que tiene por nombre ESE PEDAZO DEL EDÉN PERDIDO. Si significado trasciende el territorio y se implica con la vida del Ilustre científico, poeta y humanista que esta tierra vio nacer.
Este es un primer capitulo:
1. EN EL EDÉN DE LA VIDA.
No
sé qué tiene ese rincón querido
Do
el hombre nace su pasión encierra
Ese
pedazo del edén perdido
Ese
que llama cada cual su tierra.
(Julio
César Benavides Chamorro)
La
tierra giró sobre su eje y el sol volvió a recorrer los espacios inundados de
verde natural. El espacio natural se llenó de colores y matices dejando al
descubierto un pedazo del edén perdido.
Una
bandada de golondrinas surcó el cielo fresco de la mañana al vaivén de sus
silbidos, llegó la hora de buscar el alimento y menguar el hambre del animal
silvestre. Los gallos en sus costumbres diligentes marcaban la hora originaria
anunciando que la faena del campo estaba abierta para los moradores del pequeño
paraje. Una tarea de labores familiares, agrícolas y pecuarias se desplegaba
como cosa cotidiana y rutinaria. Un aire del sur agitaba los frondosos eucaliptos,
arrayanes, alisos, cedrillos y las variadas flores dispersas en los prados y en
las orillas en un viejo camino.
Los
pequeños bosques se dejaban acariciar por las aves viajeras y un fresco
nubarrón abandonaba crepúsculo matutino. Llovía de manera tenue... el cielo
gemía algunos montones desteñidos de sombras mojadas. El canto fuerte del rio
Cuatis hacía presentir que más tarde habría una tormenta. Ese presagio era
develado por el aleteo de las mariposas amarillas que se posaban ágiles en los
pétalos de las flores del campo, queriendo decir que el polen de las flores,
debe recogerse pronto.
El
acontecer de la vida y la cotidianidad rural marcaban el hito de un nuevo día.
Y no era una día cualquiera… este día se tornaba especial. Entre sus pobladores, humildes campesinos,
todo se llenaba de colores y de existencia. Por los campos vestidos de matices,
caminaban las esperanzas de un pequeño terruño; ellos, los cultivadores de
vida, recorrían el campo, soñando, contemplando y recordando algunos amores de
su vida. En sus rostros se podía ver el cansancio y a la vez el deseo de
trasformar los labrantíos, de tener esperanzas y de gozar con la riqueza del
edén perdido.
En
los hogares se respiraba la paz, la armonía y muchísimo cristianismo. No había
lugar donde no se tenía en Cristo del Señor de los Milagros, el cuadro de las Ánimas
Benditas o la Virgen de las Lajas. Era gente de buen corazón, que cultivaban el
maíz, la papa, la cebada y otros productos de pan coger. La tierra era muy rica
para la ganadería, los pastos de las ovejas y el cuidado de los animales
domésticos.
Los
niños y niñas camino a la escuela, jugueteaban con las ovejas que pastaban a su
vera. Ovejas de abundante lana cuyo producto era trasformado por las manos
callosas de una mujer campesina en hermosos ponchos o ruanas de varios colores.
El camino mojado y agrietado hacia que el transitar de los pequeños se volviera
lento, pero a la vez agradable porque se podía disfrutar de la frescura de la
naturaleza, de la extensa vegetación de rosas blancas, arboles de ciprés,
eucalipto y chilacuanes.
En
ese campo multicolor y rico en especies naturales, de casas solariegas, del
pequeño rincón donde la gente acudía llevando el trigo para trasformar en harina,
nació una vida prodigiosa, como el sol de todas las mañanas. En la casa grande
incrustada en las faldas de una bella colina, hoy ya derruida por el tiempo; en
esos viejos molinos que funcionaban con la fuerza del agua y con la fuerza
bruta de los labriegos, don Santiago Benavides y doña Teodosia Chamorro,
trajeron al mundo como fruto del amor eterno a Julio César Benavides
Chamorro.
Un
20 de septiembre de 1892[1], el pequeño edén se llenó
de júbilo y todas las familias cercanas se alegraron de la noticia. Para la
familia Benavides Chamorro, el día comenzaba antes del amanecer. Primero había
que alimentar al ganado, recoger los huevos, ordeñar las vacas. Incluso había
que acopiar la hierba de los cuyes y organizar las palas para esperar a los
trabajadores. Y segundo, disfrutar del atardecer y amanecer entregado el
determinismo natural del campo.
Doña
Teodosia en la noche había organizado algunas prendas personales y alistado los
atuendos para la llegada del niño. Pero ella, estaba tan acostumbrada a ayudar
en las tareas matutinas de la hacienda que olvidó prepararse para el parto. La
vida de campo era rutinaria pues tan sólo variaba el número de animales de los
que había que ocuparse, el cultivo por atender y las condiciones climáticas en
las que tocaba que hacerlo. Por ello, la llegada de un niño estaba mediada por
las cosas que a diario acontecían, por las faenas del trabajo y las
circunstancias familiares.
Ese
día doña Teodosia caminó un poco por los pasillos de la casa principal. Una
casa hecha de tapias, adobe pisado, pilastras rústicas decoradas con abundantes
flores como geranios, petunias, margaritas y helechos. Luego se paseó por el corral de los perros y
las gallinas. Hacía un poco frío, pero
este resultaba agradable. Recorría todos los días el mismo camino angosto
marcado con la huellas de sus años. El aire frio parecía pegarse a su piel. Con
el pasto mojado y el camino fangoso hizo que las botas se hundieran un poco. El
peso de la barriga ayudaba a que el caminar fuera pausado. Volvió a mirar el
cielo y se apresuró para estar en casa. Cuando acabó de alimentar a los animales
y los sacó de los corrales, ya casi había amanecido. Don Santiago le había
dicho que convenía quedarse en la cocina porque el día amenazaba lluvias. Pasaron unos instantes. Rezó y tomó en sus
manos el crucifijo del Señor de los Milagros. Pensó en su hijo que se movía en
el vientre. Tomó un poco de agua de manzanilla. Su respirar estaba acelerado. Se sentó en el
sillón y descansó. Observó a don
Santiago dirigirse hacia el establo improvisado con maderas de eucalipto donde
las vacas aguardaban para que las ordeñaran.
Gritó
fuerte. –Santiago, ¡el niño llega, el niño llega!
El
eco en la sala grande se confundió con el grito de auxilio. Con su propia
fuerza fémina, se ubicó en la cama. Martha, una señora que servía en la casa,
le ayudó con las sabanas y una vasija de agua. Pujó fuerte. Sintió un vacío. Su
cara se llenó de sudor. Tenía un poco de ansiedad y miedo. Lloró, si, lloró de
la alegría y por la llegada de ese nuevo ser. El parto era en casa y en las
condiciones naturales. Estaba pálida y
con la boca seca. Entonces volvió a gritar.
-Santiago,
¡socórreme!
-Santiago,
¡ayúdame!
Martha
salió corriendo a buscar al señor de la casa. Don Santiago por el instinto de
la naturaleza sintió el grito en su corazón. Una parte de su vida estaba en
camino. Dejó que las vacas se desplegaran solas por el camino que conduce al
amplio sendero del rio y con un salto de atleta, puso un pie en la sala.
-Mi
hijo, gritó con júbilo, se viene.
-
Ya viene Santiago. Ven pronto.
Al
instante de expresar estas palabras, el niño dejó el vientre de doña Teodosia y
con una fuerza inusitada se posó en las manos de su madre. Lo tomó en sus
brazos y dio susurros de alegría, hizo que la criatura de nueve meses de vida
se cobijara entre sus regazos.
-Teodosia,
mi amada.- Dijo don Santiago. Y la asistió con sus caricias masculinas.
Los
dos juntos tomaron al niño y lo llenaron de sentimientos naturales y
expresiones de arrullo cargadas de lenguajes maternales. Ese día el sol rompió los fuertes nubarrones y
la mañana se llenó de calor. El
presentimiento de la lluvia dejó de ser algo pasajero.
…Allí
rodeado del cariño y comprensión de sus padres, trascurrieron los primeros años
de su infancia y, a no dudarlo, grabó en su mente y en su afecto para el consciente,
subconsciente el verdor y anaranjar de los trigales, el proceso del
maíz y las papas desde sus semillas bajo
tierra hasta contemplarlas convertidas en maduro fruto para el sustento diario
de los habitantes de la región, y cuyos excedentes eran vendidos a negociantes
lugareños para luego ser exportados de acuerdo a su sistema de comunicación y
transporte de la época[2].
Doña
Teodosia, abrigó en su piel la frescura de su hijo y arropó entre sabanas la
esperanza de la una vida naciente. Su mente se llenó de imágenes celestiales y
su corazón se consagró al Divino Niño. Divisó el paisaje de su bella tierra.
Abrigó las esperanzas de forjar en su hijo los nobles valores de su estirpe.
Hizo que su esposo se sentara junto a la cama para abrigar los sueños. Tomó sus
manos y confirmó el pacto de sus amores y la grandeza de su familia.
La
mañana se llenó de calor intenso y su cuarto de aromas silvestres. Una dalia
multicolor se abrió hermosamente ofreciendo su néctar a las abejas. En el
regazo de una familia cristiana se fue tejiendo la nobleza de un pequeño niño
que más tarde lo bautizó con el nombre de Julio Cesar Benavides Chamorro.